Crónicas de Magia y Sombra. Libro 1: El Báculo. Capítulo II

II

A la mañana siguiente Rose se despertó cansada, con todo el cuerpo dolorido y un fuerte dolor de cabeza. Se notaba la boca empalagosa y seca, como si el día anterior hubiese fumado mucho, pero no lo había hecho, recordaba haber pasado todo el domingo con la familia y el castigo que recibiría si se enterasen que fumaba sería de record. La única de la familia que lo sabía era Susana, su hermana pequeña, y se enteró por casualidad al encontrarse las dos un viernes por la noche en el cada una había salido con su grupo de amigos. 

         Su hermana era muy chivata y disfrutaba cuando Rose estaba en problemas, para que no le dijera nada a sus padres la amenazó con explicarles que es lo que hacía realmente cuando les decía que se iba a casa de su amiga Verena. Lo único que le faltaba en esos momentos era más problemas.

Desde hacía unos años la relación de Rose con su madre había cambiado mucho, pasando de ser casi amigas a una guerra continua, no pasaba un día sin que discutiesen aunque fuese por el tema más irrelevante, y con su hermana le pasaba algo parecido. Muchas veces llegaba tarde a casa para coincidir con ellas lo menos posible. Rose no entendía como las dos, su madre y su hermana, podrían haber cambiado tanto en tan poco tiempo y ser tan insoportables.

Sin poder abrir los ojos del todo se sentó en la cama, aun medio dormida, mesándose su larga cabellera ondulada de color castaño oscuro.

– Que pereza – se dijo a si misma mientras se levantaba de la cama dispuesta a vestirse para ir al instituto, despacio por las extrañas agujetas que tenía en sus piernas, se sentía como si hubiese jugado el día anterior cuatro partidos de voleibol seguidos.

 Empezó a rebuscar ropa entre los montones que tenía desperdigados por la habitación: encima de una silla, en una esquina, en el caos de su armario, en el escritorio, debajo de la cama. No sabía cómo lo hacía, había ordenado la habitación hacía dos días y estaba peor que nunca. Finalmente cogió unos tejanos anchos, rotos en las rodillas por el uso, y una sudadera de color negro.

Al contrario que su hermana, Rose nunca se preocupaba especialmente de su imagen. Ella sabía que no era fea, de mediana estatura, con la típica cara redonda de su familia en la que destacaban unos ojos grandes y oscuros y una nariz respingona, solía gustar a los chicos, el problema es que no se gustaba a ella misma, se veía el cuerpo demasiado atlético, con piernas fuertes y muchas curvas. Nunca lo reconocería pero miraba con envidia a las chicas más altas y delgadas como su hermana, pero se negaba a hacer régimen como ellas, comer era un placer del que no pensaba prescindir.

Cada mañana seguía el mismo ritual, se miraba al espejo de su habitación, se tocaba la barriga, la escondía, se daba la vuelta para mirarse de espaldas, se ponía de puntillas para parecer más alta, se amoldaba el pelo.

– ¡Rose! ¿Otra vez te has dormido?- gritó su madre desde el piso de abajo.

– ¡Ya voy! – contestó Rose con otro grito.

– No sé qué voy a hacer con esta niña, se queda despierta hasta las tantas de la noche con su música y sus fantasías, si le pusiese ese mismo empeño en estudiar… – oyó Rose refunfuñar a su madre mientras ella ya bajaba las escaleras a toda prisa.

“Cuántas veces te he dicho que no corras bajando las escaleras – le llamó la atención su madre”.

– Déjala Frida, si no sueña ahora ¿cuándo lo hará? – le contestó su padre, siempre poniendo paz entre las mujeres de la casa.

Albert y Frida eran los padres de Rose y ella no entendía como dos personas tan diferentes podían llevar tantos años casados y aparentemente ser felices. Su padre, Albert, era todo tranquilidad y paciencia, incluso su físico inspiraba calma, alto, cara amable con gafas pequeñas metálicas, el pelo castaño oscuro con cada vez más canas, siempre iba perfectamente afeitado y peinado. Trabajaba desde hacía más de veinte años en la sucursal del banco más grande de Zermatt, un trabajo aburrido y monótono para una persona aburrida y monótona.

Lo mejor que tenía su padre era que nunca se metía en sus cosas e incluso a veces la defendía delante de su madre. Albert solo le pedía a sus dos hijas era que fuesen buenas estudiantes y que volviesen a casa a la hora estipulada y en eso no podía tener ninguna queja. Rose no tenía las súper notas de su hermana pero nunca suspendía, incluso a veces sacaba algún uno.

En cambio su madre, Frida, era todo lo contrario, siempre estaba nerviosa y se estresaba por todo. Con ella todo eran normas, todo tenía que estar ordenado, limpio, perfecto, no podía hacerse un tatuaje ni un piercing, ni siquiera podía tener una televisión en su habitación como todos sus amigos. Era la reina del no, y así la llamaba cuando la quería hacer enfadar, lo que pasaba muy a menudo.

Comparada con otras madres Frida aún era atractiva, su esbelta figura, sus ojos azules y su pelo rubio, que siempre llevaba recogido en un moño, hacían que los hombres siguieran mirándola. 

Por mucho que se quejase Rose no la odiaba, simplemente hubiese preferido que su madre hubiera sido más moderna, como Ángela, la madre de su amiga Chloe, su prototipo de madre perfecta, se interesaba por sus cosas sin agobiarla y le dejaba hacer todo lo que quería, incluso podía llevar chicos a su habitación. A Rose se le escapó una pequeña risa sólo de pensar en la reacción de su madre si trajera algún amigo a casa y se encerrase con él.

– Buenos días – murmuró entrando en la cocina.

Su madre estaba de espaldas a ella preparando el desayuno y ni siquiera se giró cuando entró. “Hoy está de mal humor”, pensó Rose, así se ahorraba el darle un beso de buenos días, dándoselo sólo a su padre que estaba sentado en la mesa, con una tostada en una mano y el diario en la otra.

 – Espero que esa sonrisa es porque llevas muy bien preparado el examen de francés de hoy – comentó Frida mientras seguía cocinando.

– ¿Qué examen? – preguntó extrañada mientras se sentaba a la mesa. No recordaba haberle dicho a nadie que hoy tenía un examen, una risita a su lado delató a la chivata.

– ¿Porque no te metes en tus asuntos? – le gritó a su hermana.

– Déjame en paz y vístete como una persona normal, que parece que vayas a pedir limosna al salir de clase – le contestó Susana con descaro.

– Al menos yo tengo personalidad para escoger mi ropa y no me visto sólo para que todos los chicos me miren las tetas y el culo – dijo Rose muy enfadada, pero mordiéndose la lengua para no decirle una palabra peor.

– ¡Rose Marie! – gritó su madre, siempre que usaba su nombre completo era porque se había enfadado y entonces era mejor callarse sino quería oír de buena mañana un buen sermón sobre educación y buenos modales.

Susana miró a su hermana mayor con una sonrisa triunfal. Rose le devolvió la mirada con otra sonrisa y le dijo bien claro, sin articular sonido, la palabra que más odiaba su hermana que le dijeran y que la última vez que la dijo en voz alta la tuvo un mes entero castigada sin poder salir con sus amigos.

Al ver lo que le decía Susana cogió rápidamente el tenedor que tenía en la mesa y lo levantó para clavárselo a Rose en la mano.

– Espero no que vuelvas a sacar un cuatro – le dijo su madre dándose la vuelta justo en el momento en el que Susana se disponía a bajar el brazo para clavar el tenedor a Rose. Las dos disimularon rápidamente mientras su madre les servía zumo natural y unas tostadas.

La relación entre las hermanas Dayer no había sido siempre tan mala, hasta hacía un par de años no se separaban nunca, siendo más amigas que hermanas. Todos los recuerdos que tenían de su niñez eran haciendo cosas juntas, hasta el punto en que si estaban separadas siempre sabían dónde estaba la otra, tenían una conexión especial, pero sin saber por qué se fueron distanciando y peleando cada vez más, ahora podían pasar días enteros sin hablarse. Para Rose, junto a su madre, eran su peor pesadilla, siempre la tenía detrás suyo, controlando lo que hacía para luego decírselo a sus padres.

Hacía un mes que Susana había cumplido los dieciséis años, solo se llevaban un año y medio, y ya era más alta que su hermana mayor aunque carecía de las curvas de ésta, físicamente eran muy diferentes. Susana era más parecida a su madre, rubia de pelo lacio, con unos llamativos ojos azul claro y una graciosa nariz cubierta de pecas, pero con la misma cara redonda que su hermana y que definía a toda la familia. 

Al contrario que a Rose le encantaba la moda e ir de compras. Se podía pasar horas probándose ropa y, con esa cara de niña buena que tanto le molestaba a su hermana mayor, siempre conseguía que su madre le comprase algo. Tenía mucho éxito con los chicos, sin duda era de las más populares del colegio y le encantaba serlo, ya había tenido unas cuantas parejas, aunque ninguno le había durado más de tres meses. Para colmo sacaba muy buenas notas, como solía decir Rose: “era asquerosamente perfecta”.

– Chicas, parar de una vez – les recriminó su padre sin apartar la vista del diario.

Siempre intentado poner paz entre ellas pero nunca tomando partido. En una casa con tres mujeres Albert había aprendido que para convivir tranquilo debía de intentar no decantarse por ninguna de ellas y como último recurso siempre darle la razón a su mujer.

– Abrigaros bien. Para hoy dan nieve y temperaturas bajo cero – como cada mañana Albert les hablaba de lo que había pasado en el mundo, Suiza y en Zermatt, para acabar diciendo que tiempo iba a hacer. A falta de televisión en la cocina, otra norma de Frida, les informaba de todo durante los desayunos.

– Pues eso no frena a los gamberros – dijo Frida sentándose en la mesa con una taza de café en la mano -. Me han dicho que esta madrugada ha habido jaleo en la zona antigua, se han oído muchos ruidos y gritos, parece ser que han roto algunos cristales y entrado en alguna casa abandonada.

– Serán esos turistas italianos que vinieron para el fin de semana. Siempre pasa lo mismo, hacen aquí lo que no hacen en su país – le contestó Albert.

– ¿Estás bien cariño? – preguntó preocupada Frida a su hija mayor.

Y es que Rose se había quedado paralizada, blanca y con la tostada en la mano a medio camino hacia su boca. Un escalofrío le había recorrido todo el cuerpo dejándo a su paso un sudor frío que la hizo estremecer.

Frida se levantó y le puso la mano en la frente.

– ¡Estás helada! ¿Te encuentras mal?

– No, no. Estoy bien, gracias – contestó en voz baja intentando volver en si y levantándose de la silla.

Rose se encerró en el lavabo y se miró asustada en el espejo. Tenía frío, respiraba con dificultad como si tuviera un ataque de ansiedad, el corazón le palpitaba con fuerza, le temblaba el cuerpo y apenas podía estar de pie, estaba tan blanca que se le marcaban unas ojeras que no tenía esta mañana cuando se había levantado. Se mojó la cara con agua fría y se sentó en la taza del lavabo, hasta que empezó a encontrarse mejor.

– ¿Qué me pasa? – se preguntó mirándose las manos que aun le temblaban.

No entendía nada, estaba perfecta hasta que de repente algo sombrío le paso por su mente, tan rápido que no había podido retener el pensamiento pero que le había dejado en su cabeza una sensación oscura de miedo y tristeza.

– Me estoy volviendo loca – se dijo mirándose de nuevo en el espejo y pellizcándose las mejillas para tener algo de color antes de salir del lavabo.       

Cuando volvió a la cocina ya habían acabado todos de desayunar.

– ¿Estas bien cariño? – le preguntó su padre preocupado.

– No la agobies Albert – le contestó Frida cogiendo del hombro a su hija-. Seguro que son cosas de mujeres. ¿A que sí?

– Si mamá – afirmó Rose tranquilizándola, para su madre todo era siempre cosas de mujeres.

– No puede ser, hasta dentro de dos semanas no le toca – saltó Susana, pero nadie le hizo caso.

– ¿Quieres que te lleve al colegio en coche? – se ofreció Albert.

– Puedes ir a buscarla esta tarde a la salida de las clases de inglés, seguro que hará mucho frío y te lo agradecerá – intervino de nuevo Susana sonriendo con malicia, sabiendo que hacía meses que su hermana no iba a esas clases y que sus padres ignorándolo las seguían pagando.

– No papá, muchas gracias – le agradeció Rose intentando sonreír e ignorando el comentario de su hermana -. No lo necesito, de verdad.

– Con la mala cara que tienes lo que tú necesitas es un kilo de maquillaje, con esa pinta asustarás a alguien – dijo Susana recordando lo que su hermana le había dicho momentos antes y celosa de que ahora tuviera toda la atención de sus padres.

– Susanaaaa – le advirtió su madre haciéndola callar -. No le hagas caso cariño, estás preciosa – le dijo su madre a Rose dándole el beso en la mejilla que no le había dado cuando había entrado en la cocina.

Rose se despidió de sus padres y salió de su casa corriendo, no quería que la siguieran agobiando con preguntas y el aire frío la ayudaría a despejarse y quitarse de encima el mal cuerpo que tenía. Aunque ella y su hermana iban al mismo instituto, ya nunca iban juntas, y hoy no quería ni salir de casa con ella o estaba segura que acabarían pegándose.

A mitad del recorrido al instituto le esperaban, como cada día, Chloe y Erwan, sus mejores amigos. Los tres se conocían desde la guardería, y desde entonces eran inseparables, no había día que no hablasen o fin de semana en el que no se viesen.

 Llevaban meses planificando como sería su vida después del instituto, irían a estudiar a la universidad de Ginebra donde compartirían piso los tres juntos y por fin podrían vivir con libertad y hacer lo que quisieran. Sin duda el tiempo que Rose pasaba con ellos era el mejor momento del día.

– ¿Qué te pasa hoy? – le preguntó Chloe solo verla.

– Nada, he dormido mal y he discutido con mi madre.

– Pues ya sois dos, Erwan también ha pasado mala noche, está más feo de lo habitual – bromeó Chloe.

– Al menos lo mío tiene explicación – le devolvió el comentario Erwan – ¿Otra vez has discutido con tu madre? – preguntó preocupado a su amiga.

Rose asintió, todavía no se había quitado de la cabeza la mala sensación que tenía desde el desayuno, no podía explicarles lo que le pasaba porque ni ella misma lo entendía. Se sentía como las veces que se había despertado después de una pesadilla y luego no se la podía quitar de la cabeza durante todo el día, pero no recordaba haber soñado nada esa noche y menos algo tan malo como para dejarle ese mal cuerpo. Así que la respuesta más fácil para darle a sus amigos era la de siempre, la culpa era de su madre, aunque por una vez no fuese del todo cierto.

– No sé cómo soportas vivir ahí, yo ya me hubiese vuelto loca – dijo Chloe abrazándola, era la más cariñosa y sentimental de todo el grupo, siempre tenía una sonrisa y un abrazo para todos.

Chloe y Erwan no insistieron con las preguntas, conocían bien a Rose y lo reservada que era. En ese momento su función era hablar de mil tonterías para animarla y que se olvidase de todo, y siempre lo conseguían.

 Con una media melena lisa de color castaño claro, una cara bonita cubierta de pecas, ojos castaños, cuerpo con graciosas curvas y la de menor altura de todos sus amigos, Chloe parecía la más joven, aunque en realidad, y por pocas semanas, era la mayor, hacía un mes que había cumplido los dieciocho. De carácter alegre, enamoradiza y optimista siempre veía lo mejor de las personas, cualidad que Rose admiraba de ella. De los tres era la que tenía más difícil ir a la universidad, sus notas nunca habían sido muy buenas y en el último año habían empeorado aún más. Su única preocupación era pasárselo bien con sus amigos y gustar a los chicos, aunque no tenía mucha suerte con ellos, la mayoría salían con ella por la familia a la que pertenecía y se aprovechaban de su inocencia hasta que se aburrían.

 Su familia, los Grether, era la más rica del pueblo, y al igual que la de Rose y Erwan fueron de las primeras que habían estado en Zermatt hacía ya cientos de años. Aunque nunca lo reconocería abiertamente, por lo que pudiesen pensar de ella, Chloe prefería antes encontrar el hombre perfecto con quien viajar, tener hijos y pasar el resto de su vida que acabar una carrera universitaria que le proporcionase un buen trabajo.

 Erwan era alto y espigado, de pelo castaño oscuro, lacio, un poco largo, siempre despeinado con el flequillo cayéndole en los ojos y sin afeitar, no por estilo personal sino por dejadez, Chloe intentaba en vano que cuidase un poco más su imagen pero a él le era indiferente. Al contrario que a ella su prioridad nunca había sido gustar a nadie y prefería dedicarse a sus dos pasiones, la ciencia ficción, todo lo relacionado con lo paranormal, y la tecnología.

Desde que tenía cinco años vivía con sus abuelos a causa de la muerte de sus padres en un trágico accidente de coche que conmocionó a todo el pueblo. Erwan era de los jóvenes más inteligentes y prometedores de su generación, a los diez años había conseguido construir un ordenador usando partes de otros que había encontrado en el desguace, gracias a eso ganó un premio al reciclaje y salió en el periódico local, pero eso ya quedaba muy lejos, ahora prefería pasar desapercibido y que nadie supiera lo que hacía, de esa forma evitaba preguntas indiscretas y que se metieran en lo que hacía.

Ni Rose ni Chloe solían saber en que andaba metido, tampoco les interesaba mucho el tema de la informática, los fantasmas y los extraterrestres, aunque Erwan lo había intentado durante mucho tiempo. Para eso estaba Joa, uno de los chicos del grupo con el que compartía todos sus hobbies.

Acercándose al instituto se empezaron a encontrar con el resto de sus amigos. A lo largo de los años habían formado un grupo muy unido, salían juntos todos los fines de semana y cuando tenían vacaciones se veían casi todos los días, pero que por desgracia se iba a deshacer cuando acabase el último curso y se fuesen a estudiar a sitios diferentes.

El instituto era una construcción alargada rodeada por una verja metálica, constaba de dos plantas y un sótano, en el que se encontraba la biblioteca a la que se podía acceder desde el interior o por una pequeña puerta en el exterior, en la parte de atrás había un gran patio con canastas de baloncesto y porterías de futbol donde hacían la clase de gimnasia y los más pequeños jugaban en los descansos. El edificio tenía más de trescientos años, aunque durante ese tiempo había sido remodelado en varias ocasiones, la última de ellas hacía seis años al incorporarse la nueva directora que sustituyó a la abuela de Rose.

– Hola Hannah – saludó Chloe efusivamente.

– Hola chicos – les devolvió el saludo sonriéndoles.

Hannah Hetemaj era la más transgresora del grupo. Rubia de pelo corto y penetrantes ojos azules, la más alta de todas, de cuerpo delgado y fibroso, sus raíces nórdicas eran evidentes. Sus padres habían llegado al pueblo cuando ella tenía pocos meses y se notaba que venía de otra cultura, su familia tenían una mentalidad más abierta, era la única que llevaba tatuajes, una calavera tatuada en el brazo derecho, una flor de lis en la pierna izquierda y una enredadera en su costado derecho que le iba desde debajo de la axila hasta la cadera, además de diversos piercing en la nariz, lengua, y tres en cada oreja.

Era una amante de los animales y defensora de las causas perdidas, se unía a todas las protestas que se organizaban en Zermatt y los pueblos de alrededor, la mayoría organizadas por ella misma. Cuando acabase el instituto quería coger la mochila para viajar durante un año por todo el planeta. Decía que iba a ir a Zurich a estudiar ciencias políticas para arreglar el mundo pero su verdadero sueño era ser pintora y vivir en una casa en medio de la naturaleza junto a Chris, su gran amor.

– ¿Dónde está Chris? – le preguntó Erwan.

– Ni lo sé, ni me importa – le contestó con cara de desprecio.

– ¿Ya os habéis vuelto a pelear? – preguntó Chloe.

– Es un idiota. Cuando se quite el palo de hockey del culo que me vuelva a hablar.

Chris y Hannah eran la pareja del grupo, y aunque pasaban más tiempo enfadados que juntos, siempre acababan reconciliándose.

– Supongo que vendréis el viernes a mi fiesta de cumpleaños, no me podéis fallar – dijo Hannah para cambiar el tema.

– Seguro – exclamó Chloe -. Como nos la vamos a perder, va a ser la fiesta de la entrada a la primavera ¿Al final la haces en tu casa?

– No, mis padres tenían miedo de lo que pudiésemos romper – rio haciendo una mueca -. Han alquilado una fábrica abandonada, en la antigua zona industrial. Así podremos estar todo el tiempo que queramos y hacer ruido sin problema.

– O el que nos deje la policía – añadió Erwan recordando la última fiesta de cumpleaños que montaron en casa de Alex.

– Ahí estaremos apartados y no molestaremos a nadie – aclaró a Erwan -. Rose, tu vendrás ¿no? Compraré todo lo necesario para hacer mojitos y he contratado a Danny como barman.

– ¿Danny? No me creo que ese vaya a cerrar el bar un viernes por la noche para asistir a una fiesta – dijo Erwan escéptico.

– Pues sí, vendrá, además los viernes somos sus mejores clientes sin nosotros en el local ganará más dinero trabajando en la fiesta – puntualizó Hannah.

– Pues prepárate a tener la barra llena de chicas babeando, como una que yo me sé – sonrió Chloe mirando a Rose.

 Pero Rose no pareció oírla, tenía la mirada perdida en el horizonte, casi sin pestañear.

– ¿Rose? – insistió Hannah tocándole el brazo -. ¿Estás bien?

Al notar que la tocaban Rose dio un pequeño respingón, ni se había dado cuenta de que Hannah estaba ahí.

– Que pesados estáis todos preguntándome si estoy bien – contestó malhumorada y se adelantó para entrar en el instituto.

– ¿Qué le pasa a esa hoy? – preguntó Hannah extrañada.

– Su madre otra vez – contestó Chloe.

– Pobre, espero que la deje venir a la fiesta.

– Mira, ahí está Chris – gritó Erwan -. ¡Chris! ¡Chris!

– Que capullo eres – le insultó Hannah marchándose, escondiéndose entre la multitud que estaba entrando para que Chris no la viese.

– No lo veo – dijo Chloe mirando a su alrededor una vez se había ido su amiga.

– Es que no está – le contestó riéndose.

– Tiene razón, eres un capullo – le dijo pegándole un puñetazo en el brazo y yendo detrás de sus amigas.

Aunque no era lo normal Rose llegó la primera a clase, seguida de Chloe y por último Erwan, el resto de sus amigos iban a su curso pero a la otra clase y se reunirían de nuevo, como siempre, a la hora de comer.

La mañana le pasó como si estuviera sonámbula, costándole más de lo normal prestar atención. Intentó en varias ocasiones acordarse de que era lo que había soñado, por si era eso lo que le estaba provocando esa mala sensación, pero no podía, cuanto más se esforzaba en recordar más le dolía la cabeza.

Por suerte le anularon el examen de francés que tenía por la incorporación de un nuevo alumno en su clase, Paul Metz, un chico inglés que se había trasladado a Zermatt a causa de un cambio de trabajo de su padre. Paul no era muy alto, con el pelo moreno corto, ojos verdes, de constitución delgada e iba perfectamente vestido y afeitado. Todas las chicas de la clase lo miraron con una sonrisa.

Por la reacción de sus compañeras Rose estaba segura de que al chico nuevo no le iban a faltar amigas pero algo le inquietó cuando le miró a los ojos por primera vez, no tenía una mirada limpia y sincera, parecía estar ocultando algo, y eso le hizo desconfiar de él desde el primer momento.  

– Chsss, chssss – escuchó Rose chistar.

Chloe, que estaba sentada dos asientos a su derecha, la estaba llamando. Antes de girarse a mirarla ya sabía lo que le iba a decir.

– Es muy guapo – dijo Chloe solo moviendo los labios y sonriendo como si acabase de ver al amor de su vida. Rose no pudo evitar alzar los ojos y sonreír, ya sabía lo que eso significaba, su amiga se acababa de enamorar, de nuevo.

Las últimas dos horas del día pasaron mucho más rápido al unirse las dos clases preferidas de Rose, literatura y, sobretodo, historia con el profesor Sönke. De todos sus profesores era el que más le gustaba, explicaba la historia como si fuese una película, incluso alguna vez se disfrazaba para impartir la clase, les pasaba películas o los llevaba a pasear por el pueblo y les explicaba cosas de Zermatt que les dejaba a todos sorprendidos. “En cada rincón de una gran ciudad o un pequeño pueblo hay un trozo de historia tan valioso como puede serlo las Pirámides de Egipto o el Coliseum Romano”, les repetía a menudo.

De odiar la historia se convirtió en su asignatura preferida, en la que más se esforzaba y sacaba mejores notas. El profesor Sönke era de los profesores que daban confianza a los alumnos y no les agobiaba con deberes y exámenes. 

– Que guapo es el chico nuevo – le dijo Chloe a Rose en el camino de vuelta a casa.

– Bah, eso lo decís porque es inglés, cualquier cosa que venga de afuera ya os gusta a las chicas – le replicó Erwan intentando, sin conseguirlo, que el tono de su voz fuese más de desprecio que de celos.

– Tu eres diferente y no nos gustas – le contestó Chloe dándole un empujón a Rose y riéndose.

– Hola, soy Paul, soy inglés, soy muy snob, voy todo el día como si oliese a pedo – dijo Erwan poniéndose un dedo para levantarse la nariz e imitar el acento inglés, ignorando el comentario que le había dicho su amiga.

Cualquier otro día Rose se hubiese reído, pero en esa ocasión simplemente esbozó una pequeña sonrisa para no dejar mal a su amigo, sabía que lo hacían para animarla y aunque no lo conseguían valoraba el intento. Chloe la convenció facilmente para que fuera a su casa esa tarde, no  pensaba ir a inglés y pensó que le iría bien distraerse un poco, solo pensar en meterse en casa con su madre y su hermana la agobiaba.

Erwan y Chloe vivían los dos en la misma zona, en el nuevo barrio residencial que se empezó a fabricar tres décadas atrás, cuando Zermatt empezaba a ser un referente turístico y los edificios y casas del centro se destinaron a hoteles y pensiones. Sus casas estaban situadas al sur, al igual que la casa de Rose, pero cada uno en un lado diferente del pueblo.

Cuando estaba cruzando una calle dirección a casa de Chloe Rose volvió a sentir el mismo escalofrío que había sentido por la mañana desayunando, quedándose quieta en medio del paso de cebra mirando hacia el fondo de la calle que cruzaba. Pero al final de la calle no había nadie ni nada fuera de lo normal, solo veía, haciendo esquina, la que todos llamaban La Casa Encantada de Zermatt y por una extraña razón no podía apartar la vista de ella.

– ¿Qué pasa Rose? – le preguntaron sus dos amigos al unísono sin parecer que les escuchase.

– Rose – Chloe le tocó en el hombro haciendo que su amiga se sobresaltase por segunda vez en el día.

– ¿Qué? – contestó agitada.

Estaba como si hubiese corrido una hora: blanca, sudando y respirando con dificultad.

– ¿Estás enferma? – preguntó Chloe con cara de preocupación -. ¿Quieres ir a tu casa?

– ¿Qué estabas mirando? – dijo Erwan poniéndose a su lado y mirando hacia donde había mirado ella -. Ahí no hay nada, solo la vieja casa encantada.

– Eso de encantanda es una enorme tontería – contestó Rose.

– Pero si han visto… fantaaaaasmas – aulló Erwan haciendo como si fuera un muerto viviente.

– No le hagas caso Rose, éste se ha levantado muy gracioso hoy – la tranquilizó Chloe cogiéndola del hombro y ayudándola a acabar de cruzar la calle mientras lanzaba una mirada reprobatoria a su amigo que se había quedado atrás mirando la casa.

– Podríamos ir un día a explorarla – les dijo Erwan volviéndolas a alcanzar -. Incluso podríamos gastar una broma a alguien, sería divertido.

– Siii – exclamó Chloe – hace tiempo que no hacemos ninguna de nuestras bromas.

– Acordaros de cómo acabó la última – sonrió Rose al recordarlo, pasándosele poco a poco el mal cuerpo.

– Fue la mejor. Michu se pensó de verdad que le estaban haciendo un casting para una película – rio Erwan.

Los tres rieron un buen rato recordando las bromas que se habían hecho entre ellos el último año. Se había convertido en un clásico del grupo, y cuanto más mayores se hacían más trabajadas eran las bromas. En la última de ellas, dos meses atrás, pidieron prestado material de grabación y sonido y convencieron a unos alumnos de la escuela de teatro para que se hicieran pasar por el equipo de producción de una película que estaban haciendo un casting en el pueblo para una superproducción. Su amigo Michu estuvo tres días sin hablarles, más avergonzado por haber caído en la broma que por el hecho de que sus amigos se la gastaran.

Cuando llegaron a la entrada de la casa de Chloe las dos amigas se despidieron amablemente de Erwan haciéndole entender que ese día no estaba invitado a entrar, éste se fue enfurruñado y amenazándolas con no ser más su amigo como siempre hacía cuando era excluido por ellas.

A Rose le maravillaba la casa de su amiga, era enorme, una mezcla entre castillo y mansión con un torreón en el lado izquierdo. Tenía tres plantas llenas de salas y habitaciones para solo tres personas, Chloe, su madre Ángela, y su abuelo Helmuth. Por lo que había visto las veces que había estado en la mansión había más personal que habitantes. Para llegar a la casa primero tenían que pasar una verja y caminar un rato por un enorme jardín hasta una fuente redonda que había delante de la entrada, en la parte de detrás estaba la piscina, una pista de tenis y otra de baloncesto. Las fiestas que Chloe hacía en su casa en verano siempre eran las mejores.

La familia Grether, fueron de las primeras que se instalaron en Zermatt y desde hacía décadas eran los más ricos y poderosos. Desde la creación del pueblo siempre estuvieron ligados al poder y los negocios, siendo la mayoría de sus integrantes alcaldes del pueblo en algún momento de su vida. A mitad del siglo veinte supieron ver como nadie el futuro dejando de lado la industria textil para dedicarse al ocio, construyendo hoteles y pistas de esquí que atrajeron a turistas de todas partes, con lo que triplicaron rápidamente su ya enorme fortuna. La madre y abuelo de Chloe eran los únicos que quedaban de la familia en el pueblo y los que se ocupaban de todos los negocios e inversiones. Como era hija única, al igual que su madre, lo heredaría todo en el futuro, por eso no le preocupaba mucho los estudios, sabía que nunca le iba a faltar de nada.

A Rose le encantaba ir a casa de Chloe, nadie las controlaba, podían fumar sin problema y el servicio les hacía de comer lo que ellas quisieran. La habitación de su amiga era casi tan grande como la planta baja de su casa, incluso tenía cuarto de baño propio con un yacusi.  

La madre de Chloe, Ángela, prefería que todo lo que hiciese su hija fuese en casa, siempre le decía que era consciente de que si quería hacer algo lo acabaría haciendo igualmente, con o sin su permiso, por eso le dejaba fumar o traer a los amigos, chicos o chicas, que ella quisiera. Era obvio que era la madre más amada por parte de todos los amigos de Chloe y la más criticada por los otros padres.

Ángela, que no había cumplido los treinta y cinco, era la madre más joven y atractiva de la generación de Chloe, rubia, de mediana estatura, con ojos castaños y una estupenda figura era una soltera muy codiciada por su belleza y su dinero. Tuvo a su hija cuando aún iba al instituto, que no llegó a finalizar, y nunca desveló quien era el padre. En su momento, diecisiete años atrás, fue todo un escándalo para la familia y hubo muchas historias y leyendas acerca de la paternidad de la niña, en la actualidad seguía siendo uno de los secretos mejores guardados de Zermatt.

– Pues a mí no me parece nada guapo el chico nuevo – dijo Rose mientras se llevaba un cigarrillo a la boca estirada en la cama de su amiga.

– Tú eres muy rara, a todas les ha gustado – le contestó Chloe, también fumando sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la cama.

– No tiene cara de buena persona. Además, Erwan tiene razón, es un snob, no me gusta.

– Pero si ni si quiera has hablado con él, no juzgues a la gente sin conocerla. Y no le digas a Erwan que tiene razón o tendremos que escucharlo por toda la eternidad – exclamó Chloe riendo.

Por primera vez en el día Rose también rio con ganas, cuando estaba con su amiga se olvidaba de todos sus problemas.

– Hablando de Erwan. ¿Sabes que me intentó besar el otro día? – le confesó Chloe bajando la voz como si alguien las pudiese oír.

– ¿Qué? ¿Erwan? – contestó Rose sorprendida a punto de caérsele el cigarrillo en la cama al levantarse de un salto -. Y no me lo habías dicho ¿qué pasó? ¿cuándo? ¿dónde?

– ¡Vigila! – gritó Chloe -. La última vez que quemamos la colcha mi madre se enfadó mucho conmigo.

Aunque no se podía imaginar a la dulce y encantadora Ángela enfadada Rose limpió con cuidado las cenizas que se le habían caído.

– La culpa es tuya por darme esos sustos – le dijo con cara divertida -. Pero lo que me has dicho es broma, ¿no?

– ¡No! – gritó -. Fue el viernes por la noche, al volver a casa. Me acompañó hasta la puerta como siempre hace y cuando se despidió me fue a besar en la boca.

– ¡Qué fuerte! – exclamó Rose sorprendida -. ¿Qué hiciste?

– Me hice la tonta girándole la cara y le di un beso en la mejilla – rio Chloe -. No sabía que hacer.

– Nunca me lo hubiese imaginado, pensaba que le gustaba esa chica morena de segundo curso.

– Ya, yo también. La verdad es que lo noté muy raro ese día, y durante todo el camino de vuelta estuvo muy callado

– Pero ¿a ti te gusta? – preguntó Rose

– ¿Qué? ¡No! Es Erwan – gritó Chloe entre ofendida y divertida – sería como besar a un hermano. Yo creo que lo hizo porque había bebido, ya sabes lo tonto que se pone cuando bebe un poco.

Estuvieron riendo un buen rato. Chloe incluso escenificó el momento del intento de beso de su amigo como si fuese el ataque de una serpiente. A Rose se le pasó la tarde volando y olvidó por completo las malas sensaciones que tenía desde que se había levantado. No tenía ganas de irse pero no podía llegar muy tarde a casa sino quería tener problemas otra vez.

– No sé lo que haré cuando me vaya de Zermatt, pero si se lo que no haré, volver a casa en vacaciones – le dijo Rose a su amiga cuando se despedían en la puerta de su casa.

– ¡Os odio! ¡Cuando me vaya de aquí no pienso volver ni en vacaciones para no veros! – gritó Rose cerrando la puerta de su habitación con un portazo, con la cara roja congestionada por la rabia

Se tiró a la cama y chilló con furia con la almohada pegada a la cara para que no la oyesen, no quería darle a su hermana el placer de oírla gritar ni de verla llorar, estaba segura de que en ese momento estaba en el sofá del comedor con una sonrisa de oreja a oreja.

Al llegar a casa Rose se había encontrado su habitación perfectamente ordenada, la ropa estaba doblada y guardada, los zapatos en su sitio, y todos sus libros y papeles en las estanterías o apilados encima del escritorio. Al verlo se enfureció, toda su familia sabía que tenían prohibido entrar en su habitación y tocar sus cosas, y mucho menos cuando ella no estaba. No le costó mucho encontrar a la culpable, Susana, su razón fue que buscaba una bufanda que supuestamente le había dejado hacía unos días y no se la había devuelto. Pero era solo una excusa para tocar sus pertenencias, quitarle algo o encontrar cualquier cosa que luego pudiese usar en su contra.

– No te quejes Rose, tu hermana te ha ordenado la habitación. Ahora lo podrás encontrar todo – intentó calmarla su madre cuando las hizo bajar a las dos después de oír los gritos, golpes e insultos.

– Yo solo quería ayudar – intervino Susana con cara de pena.

– Lo ves, no tienes que enfadarte. Tendrías que darle las gracias.

– ¡Mentirosa! – gritó Rose enrojecida de la rabia.

No sabía que odiaba más si la cara de niña buena de su hermana o que su madre siempre se pusiera de su parte. Rose la conocía muy bien y sabía que Susana era muy lista, eso se lo tenía que reconocer, seguro que al ver que esa tarde no iba a ir a casa había aprovechado para fisgonear su habitación, y para que su madre no le dijera nada cuando la pilló dijo que la estaba ordenando.

– Perdóname, no volveré a entrar en tu habitación – se disculpó Susana con voz melosa y una sonrisa.

– ¡Te odio! – le gruñó Rose. Definitivamente odiaba más a su hermana.

Su madre siguió hablando pero Rose ya no la oyó, estaba subiendo corriendo las escaleras para encerrarse en su habitación.

Está huyendo por la montaña, no ve quienes son pero sabe que la están persiguiendo. Los pies se le hunden en la nieve haciéndola caer una y otra vez. Se gira para ver dónde están sus perseguidores pero no ve nada. A su espalda están las montañas, es de noche y nieva, enfrente suyo ve Zermatt de día con un sol como hacía tiempo que no veía.

Rose se conoce muy bien las montañas, sabe que está llegando al pueblo aunque no lo vea, en esta zona el bosque es demasiado tupido y es imposible verlo. Las piernas se le empiezan a quejar del esfuerzo y el brazo derecho le duele como si llevara un pesado cargamento apoyado en él.

Oye ruidos de animales salvajes cada vez más cerca suyo. Se para en seco y se da la vuelta para asustarlos con un grito, como le enseñó a hacer su abuelo, pero sigue sin ver nada, de repente unas luces de colores la ciegan, dejándola desorientada por unos segundos.

Cuando recupera la visión se encuentra delante de la casa encantada, aunque no parece la misma, hay luz en el interior y la fachada está pintada de rojo con los marcos de las ventanas en blanco, esta reluciente, como si fuese nueva. Se acerca a tocar los picaportes dorados de la enorme puerta oscura de la casa pero antes de que lo haga ésta se abre a su paso, invitándola a entrar. Una vez dentro la puerta se vuelve a cerrar suavemente.

Se queda asombrada al ver la casa por dentro, no se la imaginaba así, del techo cuelga una lámpara enorme y el suelo es tan blanco que con el reflejo de las bombillas le deslumbra la vista, encima de una pequeña mesa un jarrón con jazmines da un fresco olor a la estancia. En las paredes cuelgan grandes tapices de escenas de guerra entre seres extraños, se detiene a mirarlos como si los conociese y supiese a que batallas se refiere. Todo está limpio y reluciente.

Sube por una escalera de mármol que hay a la derecha de la entrada. Es tan blanca y brillante que parece hielo a punto de resquebrajarse, la escalera tiene dos partes, haciendo forma de zigzag, con un pequeño rellano en el que hay un jarrón blanco con dibujos tan alto como ella. A lo largo de la pared de la escalera hay una multitud de cuadros de lo que parecen ser mujeres pero la mayoría no parecen ser ni humanas. Al llegar a la segunda planta se detiene a mirar los dos últimos cuadros, en uno está una chica de piel roja y pelo blanco que le resulta familiar pero no sabe de qué y en el último un cuadro de ella pero más mayor y sobretodo mas fuerte.

La parte de arriba de la casa es aún más espectacular. Largas cortinas blancas cubren las ventanas que están a la izquierda de un largo pasillo. Las baldosas del suelo están pintadas con dibujos de flores y paisajes, lo más curioso es que todas son diferentes, no hay dos iguales. Rose entra en la primera habitación que se encuentra.

Es un dormitorio con una cama enorme, de las antiguas, con dosel y cortinas blancas a los lados, dos grandes armarios, una cajonera y un tocador sobre el cual hay otro jarrón con jazmines que ambientan agradablemente la habitación, todos los muebles parecen nuevos, sacados de una película de época. Al fondo hay un baúl que le llama la atención, es diferente al resto de muebles, se ve viejo, de madera gastada, decorado por unos desconocidos símbolos. Cuando se dirige hacia él oye como golpean con fuerza la puerta de la entrada.

Asustada se da la vuelta dispuesta a irse, para encontrarse cara a cara con un gran espejo que está apoyado en la pared. El reflejo que le devuelve el espejo la deja extrañada, es una versión de ella más atlética, con el pelo más rubio, casi blanco, y la piel enrojecida como si se hubiera quemado al sol.

La puerta de la entrada de la casa cae con un gran estrépito al mismo tiempo que su brazo derecho le empieza a doler, es como si de repente le estuvieran clavando un millón de agujas, por el reflejo del espejo ve que le empieza a brillar, cada vez con más intensidad. Quiere gritar de dolor pero no le sale la voz. Mira desesperada al baúl, sabe que tiene que alcanzarlo, está cerca, un par de pasos y llegará a él.

En la entrada de la habitación se hace de noche, ya están aquí, y ella solo puede pensar en el baúl, pero le duele tanto el brazo que no puede moverse y la luz que desprende le ciega tanto que ya ni siquiera puede abrir los ojos.

– Buenos días.

Rose se despertó desorientada, la luz le seguía cegando los ojos y el brazo le dolía mucho, se había dormido dejándolo debajo de su cuerpo y lo tenía totalmente dormido, con un cosquilleo que le iba del hombro hasta la punta de los dedos de la mano. Cuando consiguió abrir los ojos se encontró a su madre sonriéndola al lado de la ventana que acababa de abrir.

– Venga dormilona, mira qué día más bonito hace. Date una ducha y cámbiate de ropa, te espero abajo, hoy te he hecho crepes – sonrió amablemente Frida a su hija dándole un tierno beso en la frente y saliendo de la habitación cerrando la puerta tras de sí, algo que nunca hacía, odiaba las puertas cerradas en su casa.

Rose se extrañó de la amabilidad de su madre, cuando se incorporó vio que se había quedado dormida con la ropa que llevaba el día anterior y le dolía mucho la cabeza y los ojos. Su madre debió de oírla llorar por la noche y al ver esta mañana que ni siquiera se había puesto el pijama se debía de sentir culpable. Por eso era tan amable y le había hecho su desayuno preferido, el que solo le hacía en ocasiones especiales, pero quien era ella para desaprovechar el sentimiento de culpabilidad de su madre.